Ninguna religión tiene a Dios tan cerca de los hombres —sus
criaturas— como la nuestra.
Casi todas creencias colocan a sus dioses mas allá de las nubes y de
las estrellas, lejos de la creación, como algo inaccesible y despreocupado
de los hombres.
Se quejaba San Agustín: “Pasé la vida buscando a Dios lejos y fuera
de mi y lo tenía cerca de mi y en mi corazón. Señor inquieto está y
desconcertado nuestro corazón mientras no te encuentra a Ti”.
Dice Santo Tomás de Aquino: “Nihil hoc veritatis verius …” No hay
nada más verdad que esta —Cristo, perfecto Dios y perfecto hombre
está presente en todos los sagrarios de la tierra para asombro y amor de
los hombres.
Dice la canción: “Tan cerca de mi que hasta le puedo tocar…”
Cada Navidad nos recuerda que Dios es Enmanuel, Dios con
nosotros.
La Liturgia nos enseña que donde están reunidos dos en mi nombre
—solo en su nombre y por su causa— allí estoy yo en medio de ellos.
Yo estaré siempre con vosotros hasta el final de los tiempos.
En cada alma en gracia y que vive esa realidad sobrenatural habita
Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo con todo el hacer divino, con la
gracia, las virtudes infusas, los dones del Espíritu Santo que configuran
y realizan al hombre como hijo de Dios.
Cuando el hombre busca a Dios un poco, Dios se le acerca. Se
puede buscar de una forma concreta, directa y determinada y a veces
indirectamente sin saberlo. Cuando alguien busca seriamente el bien,
la verdad y la belleza, está buscando a Dios pues todo eso solo se
encuentra en Dios.
Para buscar con seriedad a Dios hay que salirse de uno mismo y
dejar el egoísmo.
Decía Newmann para juzgar a un alma no importa tanto ver la
distancia a que se encuentra de Dios sino ver la dirección que lleva. ¿Va
hacia El o se aleja? Si va hacia El y le busca con sinceridad es que Dios
comienza a atraerle y se le acerca.
Cuando el hombre busca y pregunta, Dios siempre se le acerca.
“El que tenga sed y ganas de cosas grandes —verdad, belleza y amor—
venga a Mi y beba”
Un santo moderno y de todo el mundo, recién canonizado, San
Josemaría Escrivá nos enseña que como en el amor humano a Cristo
hay que tratarlo, rozarlo, conocerlo y amarlo.
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