Los hombres tienen sus leyes y Dios obviamente también tiene su
Ley. La Ley de Dios es la ley eterna que es el plan de la divina Sabiduría
para conducir a su fin a toda la creación y sobre todo a la creatura
racional: el hombre.
Dios logicamente no tiene imprevistos y todo lo ordena y gobierna
bien. La ley es la participación y realización de la ley eterna en toda
la naturaleza. Las criaturas irracionales participan de la ley eterna de
una forma ciega y necesaria, mientras que el hombre participa de ella
conforme a su naturaleza racional y libre.
La ley natural es la misma ley eterna grabada en todos los seres e
impresa en la misma naturaleza del hombre. Evidentemente es una ley
universal, inmutable y válida en todo tiempo y lugar. No admite
epiqueyas o interpretaciones benignas. Se basa en la misma naturaleza
del hombre y en sus relaciones esenciales: relaciones del hombre y
Dios, entre el hombre y el hombre, entre los cónyuges, entre los padres
y los hijos, relaciones esenciales en la comunidad, en la familia, en la
Iglesia, en el Estado, etc.
Los principios básicos, mínimos y fundamentales de la ley eterna
suman así: “Hacer el bien y evitar el mal” “No hagas a los demás lo que no
quieres que te hagan a tí”. De estos principios podemos sacar conclusiones
más concretas y ciertas que están mandadas y prohibidas por el Divino
Legislador. No cabe dudar por ejemplo de que está prohibido: el odio
a Dios, la blasfemia, la idolatría, el falso testimonio, el homicidio, la
calumnia, la prohibición de la defraudación del salario justo, etc., etc.
Solo el hombre —dentro de toda naturaleza— puede rechazar o
errar en el conocimiento de la ley eterna al estar herido por el pecado
original, obcecado y debilitado por las pasiones personales. Siempre
está inclinado facilmente a ver como falso o dudoso aquello que no
quiere que sea verdadero. Ante la ley eterna —cualquiera que sea la
situación del individuo— no le queda otra alternativa que aceptarla y
obedecerla y nunca discutirla.
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