lunes, 22 de agosto de 2011

SANTO, SANTO, SANTO


El nombre de Dios es santo y por esto no se puede tomar en vano.

Los ángeles y los santos en el Cielo alaban continuamente el nombre
de Dios proclamándolo: santo, santo, santo y los hombres hemos de
esforzarnos para que el nombre de Dios sea también glorificado en la
tierra, como lo pedimos al rezar el Padrenuestro.

Había una cantante de ópera que había obtenido muchos triunfos
y le habían aplaudido en las principales ciudades del mundo. Pero un
día comenzó a perder la voz y a sentir molestias en la garganta. Los
médicos descubrieron un mal incurable que podría acabar con su vida.
Para evitarlo necesitaba operarse urgentemente. Le dijeron: Ya no podrá
Vd. cantar ni siquiera hablar jamás. El dia convenido momentos antes
de la operación, le dijeron si quería decir algo. Ella respondió con una
sonrisa: “Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo…” Fueron las últimas
palabras que pronunció.

Hay un mandamiento que nos aconseja y nos manda honrar, alabar,
respetar y dar siempre gloria a Dios.

Cuentan de nuestro querido torero Antonio Bienvenida que cuando
en la plaza después de las brillantes faenas de tauromaquia la gente lo
quitaba a hombros. El iba repitiendo “Deo omnis gloria” “Todo para la
gloria de Dios”.

Si no glorificamos ni horamos el nombre de Dios al menos no le
ultrajemos, no lo menospreciemos ni lo blasfememos. Es curiosa la

 
sicología humana. Lo único que deberíamos hacer es alabar, glorificar y
respetar el nombre de Dios pues en ello nos va la vida y la eternidad. Sin
embargo hay mucha gente que sin acordarse para nada de Dios durante
toda su vida, pero cuando se acuerda es para blasfemar o maldecir el
nombre de Dios porque las cosas nos salen bien. ¡Si los goles no entran
Dios no tiene culpa!

Se entiende que una persona pueda vivir una vida achatada y
horizontal marginando y olvidando a Dios totalmente y por supuesto
una vida “egoista, cerrada y rastrera”, sin acordarse de bendecir, alabar y
glorificar el nombre de Dios, pero lo que es difícil de entender —no
ser por empuje o instigación diabólica— que el rato o minuto que se
acuerda sea para insultar, maldecir, tentar y blasfemar contra Dios.

Lo curioso es que Dios no injuria ni maltrata al blasfemo —no lo
aniquila ni le emite “un rayo láser”, sino que simplemente lo tolera y
lo respeta.

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