miércoles, 24 de agosto de 2011

DIVORCIO

El divorcio es un mal. Cristo lo prohibe y la Iglesia no puede aceptarlo. Esta es la doctrina clara y de siempre sobre el divorcio.

Los divorcios no solucionan nada, traen graves perjuicios a la sociedad y siempre empeoran la situación. El divorcio hace más daño que bien, es
una solución que hace mas daño que el mal que remedia. Debemos tener cuidado con las pretendidas medicinas que para curar un pequeño mal nos causan otro cáncer peor. Nos recuerda la sana filosofía que un error no
justifica otro error.

El caer en la tentación de pensar en la posibilidad del divorcio ya
empieza a hacer daño y causa malestar dentro de la familia. Es deportivo,
elegante y santo el saber soportar unos los defectos de los otros sobre
todo entre esposa y esposo y entre padres e hijos. No por cambiar de
pareja o de convivencia desaparecen milagrosamente los defectos, sino
que persisten y aumentan inherentes a la condición humana. No hay
persona conocida o desconocida sin defectos, si esa es la causa del malestar
se volverá uno a divorciar de nuevo. En algunas naciones alguna pareja
tiene en su haber el negro y macabro “récord” de diez o doce divorcios.
Es verdad que el divorcio engendra divorcio.

Una aventura amorosa, de momento, puede parecer maravillosa,
pero a la larga caerá en las mismas dificultades y problemas que se
encuentran en cualquier matrimonio estable. Generalmente siempre
terminan de mala manera. Nos recuerda la filosofía y la sicología que el
amor fiel de una pareja estable es causa y fuente de un placer mucho más
profundo que lo que puede dar de sí una aventura amorosa. Los hijos,
terribles víctimas del divorcio son huérfanos de padres vivos.

Los matrimonios —fortalecidos por la gracia sacramental— deben
esta atentos y ser fuertes ante el ataque de esta tormenta escandalosa de
divorcios y matrimonios fracasados. Salvar el matrimonio ante el menor
disgusto para no caer en un divorcio irreparable con cónyuges inocentes,
separados, tristes, solos y con hijos abandonados. Hay que saber resistir
esta salvaje oleada que intenta destruir los pocos matrimonios que se
mantienen fieles y luchan contra corriente y que se quieren oponer a la
perversa y diabólica moda de la cultura del erotismo y de la perdición.

La Iglesia quiere ayudar a salvar los matrimonios poniendo toda clase
de dificultades a los que solicitan los divorcios. El matrimonio estable es un
bien y una paz para la sociedad. Confiesa un esposo —después de superar
otra crisis matrimonial—: “doy gracias a la Iglesia por haberme ayudado a
superarme, ahora quiero muchísimo a mi mujer y soy feliz con ella, si me
hubiera divorciado se la había llevado otro y yo la habría perdido”.

El matrimonio indisoluble es obra de Dios y por lo tanto —en buena
lógica— es absurdo que el hombre pueda inventar algo mejor. Cuando
nace y existe el amor se busca la pareja estable y exclusiva. Nadie pone
plazo a su amor. El amor quiere serlo siempre. El que piensa poner
término a su amor es que no ama. Las uniones provisionales y cambiantes
son propias de caprichos sentimentales o sexuales nunca del amor que
desea ser eterno y para siempre.

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