También la Teología siente curiosidad ante el enigma y el misterio
del hombre. Por eso en una de sus tesis de trabajo se pregunta: ¿Quid
est homo? ¿Qué es el hombre…?
Evidentemente que acompaña y aporta material a la filosofía, a la
biología, a la neurología y a la genética en la frenética búsqueda en
saber algo sobre el hombre.
Desde que apareció el hombre sobre el planeta, papiros, pergaminos
y tinta se han gastado por definirlo y encajarlo. Los antiguos califican al
hombre como “un animal razonable y político”. Blas Pascal describe
al hombre como un “ser frágil que sabe que va a morir”. Nietsche habla
del hombre “como una enfermedad del hombre”. Jean-Paul Sartre le
califica de “pasión inútil”. Modernas doctrinas comparan al hombre con
“un número o una cifra”. Otros hay que lo identifican con “el mono”.
Alguien lo ve como “un gusano sobre una corteza de queso”. “Santa
Catalina de Siena lo encomia” “como el arte que tiene en sí la razón”.
Multitud de ensayos, opiniones y definiciones hubo y habrá
que barruntan y demuestran que no hay respuesta a esta pregunta.
La Teología echa mano de la Biblia e intenta dibujar al hombre con
solemnidad, dignidad y altura y desafia a todas las ciencias con su teoría
firme, seria, válida y fuerte el hombre es “imagen y semejanza de Dios”.
Es capaz de interrogarse a si mismo, es el único ser capaz de amar o no
amar. Dotado de entendimiento y voluntad y con un alma libre.
La última palabra y también la primera la tiene la Biblia cuando
nos definió al ser humano en sus primeras páginas “creado a imagen
de Dios”. Pero también la Teología tiene sus “terras ignotas” o lugares
obscuros. Dios no es visible ni comprensible por eso sigue buscando
hacia abajo la imagen y semejanza de Dios en los hombres —lo divino
del hombre y hacia arriba los vestigios, la huella, la imagen y semejanza
del hombre en Dios —lo humano de Dios—.
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