por arriba y por abajo, por dentro y por fuera, lo que pasa es que el hombre es capaz de acostumbrarse a las cosas grandes e incluso a las divinas. Entre el hombre y el animal más cercano a él, hay una distancia abismal e infinita, distancia y diferencia que le imprime lo divino.
El hombre, aunque no quiera, está envuelto y rodeado de una
atmósfera divina y se le nota a poco que se le observe detenidamente: el poder nacer, el poder morir, el poder amar, el poder odiar, el poder rezar, el poder pecar, el poder perdonar, el poder llorar, el poder hacer, el poder inventar, el poder descubrir, el poder esperar, el poder olvidar, el poder gozar, el poder reir, el poder ser perdonado, el poder recordar, el poder ser hijo de Dios, toda esta posibilidad, toda esta realidad y más… está muy lejos de la simple actividad material y animal y está rozando las fronteras de lo divino y lo eleva sobre toda
la creación con un —endiosamiento bueno—.
Pero también el hombre posee un —endiosamiento malo— que
es el orgullo y soberbia cuando quiere ponerse totalmente en lugar de Dios, consiguiendo así una vida achatada, triste y rastrera y cansándose neciamente para que todo gire a su alrededor, que todo empiece y acabe con él.
Debiendo ser los hombres los que alaben y aclamen a su Hacedor-
Dios, paradójicamente lo alaban y proclaman más y mejor los animales y las bestias del campo, los peces del mar y las aves del cielo, así lo atestigua la Sagrada Escritura.
El hombre —engreído y lleno de orgullo— no habla, no canta
la gloria de Dios y las maravillas de la creación, pero encerrado
en sí mismo —como ave de corral— intenta atribuirse a él todo
el aplauso, todo el honor y toda la gloria. Toda la creación y la
naturaleza habla sin remedio de las “magnalia Dei” de las maravillas de Dios, excepto el hombre que se convierte en el único ladrón posible de la gloria de Dios.
Es triste la visión del egoista cuando todo lo somete a su miope
observación: “me apetece, no me apetece”, “me va bién, no me va bién”.
El egoísta tiene una visión deforme de la realidad.
Dios tiene que ser el origen de nuestro ser y el término de nuestros deseos como se pide en una súplica que dice así: “…ut cuncta nostra actio et operatio, a te semper incipat et per te coepta finiatur…” …que toda nuestra acción y operación y trabajo empiece y termine en Ti, Señor…
Esta es la meta y la cumbre de todo quehacer humano y de paso que
hace bién a los demás nos da mucha paz, todo lo demás será chapucería, mediocridad, cuquería y yavalismo (ya vale… ya está bien) al mismo tiempo que produce malestar.
Dice un refrán alemán: “Ende gut, alles gut ” … si tiene buen
final, ya está bien, pero nosotros añadimos, que si tiene además un buen principio es mejor. Empezó Dios, continuamos nosotros y Dios terminará.
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