nacido por casualidad, nadie ha sido consultado para venir al mundo,
nadie elige siglo o tiempo, nadie elige a sus padres ni país ni tierra
para nacer.
Reflexiona el filósofo: “Mi vida se había hecho sin mi, sin mi
intervención, la presencio pero no la causo, algo o alguien distinto de mi
hace mi vida y me la entrega, me la atribuye, me la adscribe a mi; en cierto
sentido, mi vida aunque parezca una antinomia, no es mía, yo la vivo,
pero es hecha por otro, me es regalada, me es atribuída…”
Todo nacimiento es siempre resultado de un proceso muy largo y
minuciosamente desarrollado. Acontecimientos y circunstancias han
ido convergiendo y tejiéndose a lo largo de los siglos hasta el minuto
preciso en el que un ser singular y único —tu y yo— hace su entrada
en el mundo.
La previsión o designio de Dios, su intervención en la naturaleza y
en la vida, en las cosas y en los hombres, en los acontecimientos y las
acciones y en la historia es absoluta y total. “Hasta los cabellos de vuestra
cabeza están todos contados (Mt 10,30)”, es evidente, que si Dios cuida
de cosas tan sin importancia como es el número de los cabellos cuanto
más tendrá en cuenta cosas de mayor importancia. Dios infinitamente
sabio e inteligente todo lo ve, todo lo sabe y nada se le escapa a su
previsión. Dios no quiere el mal, pero el hombre es inteligente y libre
—usa mal de su libertad— y Dios lo permite antes que arrebatarle esa
libertad.
Todo ser inteligente obra por un fin. Dios al crear el mundo se
propone una finalidad: su gloria y la gloria nuestra. En el fondo
subsiste la ordenación y unidad del cosmos en medio de una inmensa
variedad de las distintas criaturas.
Si una cosa, un acontecimiento, por pequeño que sea, Dios lo
quiere o lo permite —incluso el mismo hombre— es por algo y
para algo. Un mínimo de sentido común nos hace pensar que no
puede haber existencias, seres, cosas, hombres entregados al azar, sin
rumbo y sin norma.
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