Naturalmente que este título nos transporta a los orígenes y al comienzo de todo: al paraíso. Precisamente con esa idea de paraíso y vida feliz, así comenzaba toda la andadura del mundo desde que salió de las manos de Dios.
Ya sé que, a algunos, todo esto le suena a cuento de hadas. A pesar de todo, siempre será lo que más le afecta y lo que más le interesa, quiera o no quiera, patalee lo que patalee.
Paraíso terrenal y estado de inocencia, un jardín de delicias con todo género de árboles agradables a la vista y de frutos suaves al gusto. Entre ellos estaba el “árbol de la vida” y el “árbol de la ciencia del bien y del mal”.
El “árbol de la vida” cuyo fruto, dice San Agustín, hubiera preservado a los hombres de la vejez y de la muerte. Podían comer de todos los frutos de todos los árboles del Paraíso, según el mandato del Creador, naturalmente también del fruto del “árbol de la vida”.
Sólo estaba prohibido comer del fruto del “árbol de la ciencia del bien y del mal”, a modo de prueba de fidelidad y de obediencia, como hizo con los ángeles y sigue haciendo con cada uno de los hombres. Se llama “árbol de la ciencia del bien y del mal” porque, por precepto de Dios, el hombre al no comer de aquel fruto sería bienaventurado, dichoso, feliz, sin muerte y podría conocer todo el bien; por el contrario, al comer de ese fruto prohibido, sería infeliz, conocería y experimentaría todo el mal y la muerte .
Antes de la tragedia, el hombre era feliz e inocente, poseía y veía a Dios – Sumo Bien – y ya no deseaba ningún otro bien. El entendimiento y la voluntad estaban plena y adecuadamente saciados. Tenía toda la libertad para hacer lo que quisiera, siempre recta, ordenada e inclinada hacia el bien. Era dueño de todos los movimientos de su cuerpo, sin enfermedad y sin muerte. Con todos los dones, gracias y auxilios para poder llegar sin dificultad al Cielo. Todo este Paraíso, felicidad y bien serían transmitidos a todos los descendientes y generaciones.
Toda aquella antigua y vieja tragedia original, la vive y representa cada hombre en este mundo con la desobediencia personal a Dios, con el “non serviam” y con las soberbias conductas del “seréis sicut dii, como dioses”.
Manuel Latorre de Lafuente
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