viernes, 27 de mayo de 2011

San Cipriano y mártires de Scilli


Las  “Acta Cipriani” “Actas del martirio de San Cipriano”, obispo de Cartago en el norte de África nos informan y relatan dos interrogatorios y dos sentencias: destierro primero y luego condena a muerte.
El emperador Valeriano había prohibido con un edicto de 30 de Agosto del 257 todo tipo de reunión de cristianos por peligrosas y secretas, y mando al exilio a los Obispos para dispersar y desorientar al rebaño. Cipriano fue desterrado a Cucubis, una ciudad de la costa norteafricana, al negarse a entregar los nombres de sus presbíteros.
En un segundo edicto de Valeriano en Julio del 258 se ordena la ejecución inmediata de Obispos , sacerdotes y diáconos. Hacen retornar a Cipriano del exilio y le someten a un interrogatorio como uno de los principales jefes de los acusados, le imputan de sacrílego, de conjuro de crimen, de hostilidad a los dioses del imperio y de un crimen infame contra el emperador que se castiga con la decapitación.
El grupo de los “Mártires scillitanos” de Scilli, ciudad del norte de África que sufrieron el martirio el día 17 de julio  de 189 siendo cónsul “Praesens” por segunda vez y “Claudiano” por primera vez como consta en las actas.
Encarcelan a siete hombres y cinco mujeres que están ante el tribunal, pero solo dos de ellos, Esperato y Saturnino, se convierten en portavoces.
Como algo estereotipado en todos los formularios de actas aparece la indicación de la fecha, el nombre del juez y de los acusados y el asunto del proceso oral.
Se palpa el antagonismo evidente entre los dos bandos; el cristianismo es para el procónsul una locura –dementia- y una convicción mala –mala persuassio-, pero no el ateismo. Los portavoces acusados insisten que jamás han cometido injusticia alguna y que rezan por el emperador, el procónsul acepta este informe como “bonus et religiosus” bueno y religioso, pero no basta ante la recta y ortodoxa religión de los romanos que exige jurar por el genio del emperador y ofrecerle sacrificios –suplicatio- y la –thurificatio- o darle incienso.
El procónsul, por su supina ignorancia del cristianismo, no quiere enrollarse con los acusados que tratan de defenderse y explicarles su vida y su doctrina, mientras el interrogatorio solo persigue  un objetivo, amenazarles para que reflexionen y cambien de parecer –ad bonam mentem redire-.
Todos los acusados resisten y perseveran en su confesión: “Christianus sum...” enseguida se les muestra una tablilla –ex tabella- donde se lee la sentencia de muerte por decapitación, mientras los condenados dan gracias a Dios por ello.

Manuel Latorre de Lafuente

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